Biografía

Nací en Viernes Santo

Capítulo I 

Mis padres se empeñaron en que mi nacimiento se produjera necesariamente en Pastriz (Zaragoza). Y el día de la celebración religiosa de Viernes Santo, a las 20 horas, mi bendita madre se puso de parto. 

Ya no había marcha atrás augurándose cercana concepción de Concepción, aunque todo el mundo la llamaba Concha.

Pasaron las horas y el sábado iba aproximándose inexorablemente provocando la impaciencia injustificada de mi padre que no dejaba de mirar su reloj Titan. 

Mi madre empezó a realizar supremos esfuerzos con una única intención: que yo abandonara su vientre.

El agotamiento de aquella mujer inagotable empezó a hacer mella en sus escasas fuerzas. Quienes ocupaban la habitación, en una unión solo propia de las grandes revoluciones, comenzaron a animarla. Alguna persona bienintencionada, aún tuvo los arrestos de asomarse a la boca del tobogán por el que debía escurrirme y, con una seriedad que para mis escasos meses me pareció excesiva, colocando las manos a ambos lados de sus mejillas a modo de bocina, gritó algo así como que nadie esperaba que me quedara encerrado allí de por vida, que pusiera un poco de mi parte y me deslizara de una puñetera vez.

 

A las 23,50 vine a asomar mi cabezota al mundo, tras la que se adhirió un cuerpecito absolutamente rollizo y extremadamente pesado a juzgar por la expresión de Don Joaquín cuando consiguió sacarme por completo del lugar en el que tan cómodamente me había ido criando durante nueve meses.  

Mi padre se abalanzó al doctor lleno de una alegría desenfrenada y agradeció su intervención en un parto que, al parecer, se había puesto un tanto cuesta arriba, sobre todo para que se cumpliera el gusto de mi progenitor: nacer en Viernes Santo. Y la razón era que se tenía por verdadero y cierto que, según la sabiduría popular alimentada de las tradiciones, quien viniera al mundo ese día tan señalado, iba a disponer durante toda su existencia de una gracia especial. Textual.

Mucho debí defraudarlo durante toda su existencia porque lo único que pudo intuir de aquella “gracia” fue que tenía habilidad para llevar a buen puerto cualquier cosa que emprendiera, pero como siempre se trataba de cuestiones superfluas y de escaso valor pronto salieron las voces críticas con frasecitas como: “eres como el ungüento amarillo: para todo sirves y para nada aprovechas”.  

Continuará…

Capítulo II

Por supuesto que quiero ampliar mi biografía. Otros han hecho menos cosas que yo y por ahí andan fardando de que les van a novelar la vida. Con el escaso interés  que muestran a la hora de leer cuatro páginas seguidas.

Bueno, vayamos a lo mío. Nacer nací, pero los problemas se les vinieron a mis padres encima sin ninguna consideración, sin ninguna compasión por parte del destino y de la suerte. Uno no hacía más que enviarles problemas económicos de difícil solución, y las farinetas se convirtieron en la comida más repetida día a día. La suerte se convirtió en una desconocida y desconsiderada porque no puso nada de su parte para aliviarles las penas o simplemente ayudarles a sobrellevarlas.

Y a mis cinco kilos y 200 gramos que les había tocado en suerte (ahí sí que se desmelenó), pronto vinieron a sobresalir de las encías unos fuertes dientes que no sabían más que probarse con todo aquello que caía al alcance de mis gordezuelas manitas sirviera para comer o no. De hecho, en una ocasión, cuando empezaba a guardar la verticalidad y a dar unos inquietantes primeros pasos, me acerqué a la cocina en la que mamá y mis tías andaban negociando una sopa de gallina que levantaba en ánimo hasta de los muertos del cementerio en cuanto que les llegaba la olor, y allí, al lado de las ollas humeantes, se les había olvidado algo que no logré identificar, pero que irremediablemente me llevé a la boca disimulando que nadie me viera o adivinara mi acción. 

Las tabas que, además de que con ellas se ahogó más de un niño, también servían para jugar.

Blas de Sebaste, venerado como san Blas 

Una vuelta, otra vuelta y, como no le encontraba el sabor, intenté tragarlo de golpe. Me empecé a poner morado, y no de comer. Pasé por la mayoría de colores del arco iris. Los espasmos y ruidos que produje al atascarse aquello en mi garganta, puso en aviso a quienes circulaban a mi alrededor. El aire no podía pasar hasta los pulmones para continuar cumpliendo con su misión. Los sones guturales empezaron a dar pistas de lo que me estaba sucediendo a mi padre y, sobre todo a mi tía Milagros. Mi progenitor, al grito de “¡que se ahoga, que se ahoga!, me agarró de los tobillos y me dio la vuelta al revés mientras subía y bajaba mi cuerpecito como si se tratara de sacar un pedazo de corcho de una botella. Mi tía Milagros (todavía no me explico cómo no la empezaron a llamar La Milagrosa), acostumbrada como estaba a dar de comer a los pavos y a mis primos, que aún eran peores, introdujo sus expertos dedos hasta el garganchón, notó el hueso, se hizo con una puntita a la que casi no llegaba, y estiró. Fuera la taba y pasado el susto que hizo derramar lágrimas de alborozo porque “Santiaguín” estaba fuera de peligro, todos acudieron a advertirme que aquello era “pupa”, y que el nene se hubiera podido morir. Como si entendiera conceptos tan raros. 

Se rezó a San Blas (abogado de la garganta) y, cada año, el día del santo, se le llevaban cuantiosos alimentos para que los bendijera y nos protegiera de desgracias como la que casi ocurrió. 

Continuará…

Capítulo III

Hasta ahí lo que mis mayores me refirieron acerca del comienzo de mi infancia, cuando ya dejaba atrás el bebé gordezuelo y hambriento que fui.

Tengo perfecta memoria de numerosos escarceos cuando decidí por cuenta y riesgo, a hurtadillas, salir a la calle. Mi primera vez en pisar la acera y no pude disfrutarla todo lo que me hubiera gustado. Alguien había dejado tumbada una escalera de madera y, desde uno de sus peldaños asomaba peligrosamente un clavo. Cegato de emoción el clavo lo ví después de lo que ya puedes imaginar: dirigí la planta de mi pie hacia él, y como no se apartó, perforó con intensidad mi dedo gordo. A llorar, a llamar a mi progenitora (hoy no se pueden utilizar “padre” y “madre”). Así que de buenas a primeras me vi con el culillo al aire a merced del bruto del practicante que me clavó una aguja larga, aunque no emití ni un sonido ni medio. Aquello me valió para que el sustituto del médico y del barbero, me premiara la valentía mostrada con una jeringuilla y una aguja.

La jeringuilla era una monada, vale, de cristal, pero en su extremo y a su alrededor estaba recubierta con un metal que le daba un aspecto diferente y hasta apetecible. Bueno apetecible para todas aquellas ideas que empezaban a venirme a la cabeza entre las que se encontraban las de ejercer de practicante con gallinas, gatos, perros y todo lo que se pusiera a mi alcance.

Mi progenitora (qué palabra más larga y fría), enseguida echó mano del regalo y lo puso a buen recaudo. Tanto que hasta diez años, cuando la ingenuidad había desaparecido y la adolescencia aparecía punzante y enervada, no me hice con la dichosa jeringuilla.

Bueno, tendré que centrarme en aquellas primeras edades para ser un poco consecuente con lo que entiendo como biografía. Me colocaron la inyección, me vendaron el dedo y me enviaron para casa. Y allí, aunque le eché bastante cuento y los lamentos sustituían a las preguntas que todos me dirigían, no pude librarme de los consejos fundamentados en mi escapada, en el clavo y, sobre todo, tuve que oírme incrédulo palabras como “niño, pupa” y “niño, caca” tan característicos y que por un oído me entraban y por otro me salían.  

Siempre me han gustado los animales, al menos cuando empecé a tomar conciencia de que eran una especie viva. Y eso sucedió en el momento que adquirí una determinada dosis de madurez y en mi espíritu rebelde llegó a instalarse un poco de cordura. Así que, a partir de aquí, para referir sucesos bastante graves y que hoy tendrían cárcel (recordemos la ley contra el maltrato animal), se ha de entender el contexto y el año en el que fueron sucediéndose verdaderos abusos contra el mundo animal que tuvo la desgracia de ponerse a mi alcance.

Vi la cola del gato. Me llamó la atención esa manera de moverla como si fuera una serpiente. La manita, todavía gordezuela, se fue acercando al extremo de aquel rabo tan flexible e inquieto. Agarré con suavidad su extremo y una vez en mi poder y al alcance de mi otra mano, intenté romperlo con fuerza y determinación.

La inmediata del pobre animal fue revolverse, soltar un bufido que se parecía más a un rugido de león pequeño, y clavar los colmillos con fuerza y precisión sobre una de mis manos, la que más al alcance percibió.

Gritos, lloros, intento de patear al gato… Llamé la atención tanto a mis padres, que enseguida acudieron en mi ayuda. No fue más que mirar la mano ensangrentada y escuchar entre lamentos “eeel…, gaaatooo”, y mi papá corrió al corral para localizar al animal que, en aquellos momentos acababa de poner los pies en polvorosa encaramándose al tejado de nuestra casa.

Escuché el vozarrón de mi progenitor que, a través de la tapia, informaba de lo sucedido a grito pelado a mi tío Mariano, especialista en la resolución inmediata de aquellas cuestiones. Y como aquellas cosas que estoy rememorando sucedieron alrededor de 1963 más o menos, y tanto mi tío como mi progenitor están enterrados, espero que nadie se atreva a buscar las legalidades de aquel tiempo, sino tendremos que remontarnos al hombre primitivo y a sus costumbres de matar a cualquier ser vivo que les amenazara físicamente o simplemente al hambre que podrían tener si no conseguían hacerse con quienes les proporcionarían el alimento.

Continuará…

Con

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