¡Qué accidente!

“Tío, este otro día fui a esquiar. Como siempre me acomodé todo lo que pude en el remonte y comencé a ascender detrás de Elena, nuestra hija y mis amigos. Una vez arriba, todavía remonté hasta llegar al pico de la cumbre. Todos quedaron sorprendidos al verme tal arriba y aproveché para chulearme realizando algunas posturas que para el momento había ensayado en casa. Coloqué las gafas que de inmediato me espachurraron la nariz y las orejas, empuñé los bastones y, tomando todo el impulso que mis bíceps fueron capaces de proporcionarme, me lancé pendiente abajo. Ya no recuerdo nada más. Desperté en una habitación blanca, encima de una cama de sábanas también blancas con franjas azulonas en las que conseguí, con esfuerzo, leer algo así como Seguridad Social. Y volver a aquella realidad, comprendiendo y tomando conciencia de que la cuestión que hasta allí me había llevado era grave, comencé a repasar mi cuerpo con temor y realizando pequeños esfuerzos con brazos y piernas. Parecía que todo estaba más o menos bien, y excepto algunos dolores no demasiado fuertes, lograron aliviárseme los esfínteres que hacía unos momentos habían estado encogidos como si los hubiera sumergido, de repente, en una bañera con hielo.

De repente se abrió la puerta que daba al pasillo de acceso y comenzaron a desfilar ante mí mi Elena, nuestra hija, mis amigos y los amigos de mis amigos que parecían haber ido recogiendo mientras realizaban el recorrido hasta mi habitación y no apartaban su vista de mí. En un principio hasta expresé mi agradecimiento con la mirada, pero no habían pasado dos minutos cuando desde el centro del grupo se escapó una risilla irrefrenable que provocó un estallido general de carcajadas. Como aquella vehemencia parecía crecer hasta hacerse incontrolable, decidí pulsar el timbre que se conectaba con las enfermeras de guardia y que alguien había puesto al alcance de mi mano.

 

Tampoco hubiera hecho falta porque al escuchar semejante escándalo enseguida se apresuraron a acabar d invadir la habitación cinco jóvenes enfundadas en su tradicional bata blanca. Y lejos de incomodar tanta hilaridad, se sumaron a la fiesta y también rieron a más y mejor.

Ante las protestas de los otros ingresados y sus familiares, vinieron solícitos los guardias de seguridad, médicos especialistas, cirujanos y demás hasta que el aire allí se hizo irrespirable. Y entonces mi suegra, ayudándose de las manos con las que imitó una bocina, detuvo la algarabía y, dirigiéndose a mí, me dijo: oye, pero de verdad no te enterabas cuando tus amigos se desgañitaban enronqueciendo: ¡Carlos, los esquís, los esquís, que no los llevas puestos!

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