Oposiciones para opositar

Al final tendrá que ser así. Primero unas oposiciones para seleccionar al persona que puede opositar. Una vez hecha la criba, diez o doce exámenes eliminatorios cada uno con el correspondiente desembolso económico como el principal requisito para poder acudir a la presentación de la prueba. Y después el ejercicio oral de preguntas imposibles: ¿de qué color son los calcetines del presidente del tribunal aquí presente? Y el presidente lleva un calcetín de cada color y enseña el que conviene. Más tarde que pronto se presenta un psicólogo y, luego de una serie de preguntas que rayan con la trasgresión de la intimidad, dependiendo siempre de las plazas que quedan de las reservadas previamente, decide que eres apto.

El opositor, eufórico, grita a los cuatro vientos que ha aprobado. Y la realidad se le pone delante cuando tiene que hacer las maletas para viajar a trabajar doscientos quilómetros o más de lo que hasta ese momento ha sido su casa, su familia, sus amigos…, porque en su Comunidad no quedan más plazas que las ocupadas por los interinos que no las sueltan ni aunque se abrasen.

Una vez en una ciudad desconocida, rodeado de desconocidos, trabajando en un lugar en el que asume al primer vistazo que le va a costar hacer amistades, tiene que buscarse la vida porque durante el primer mes no tiene más que la esperanza en los bolsillos y ha de ganarse cuatro chavos para sobrevivir hasta que cobre su primer sueldo. Aún recuerda las palabras que le decían sus profes: opositar para opositar es la manera más sencilla de emanciparse, de independizarse, de volar con las propias alas. Oposiciones para opositar es la uto del eterno parado y su única esperanza. Las oposiciones son las migajas que el poderoso lanza a un grupo étnico numeroso para explotar su agradecimiento que es lo que más potencia el poder.

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