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Continuación del Capítulo I
El pelo, negro y ensortijado desde la tierna infancia, había abandonado cualquier acuerdo que pudiera tener firmado con la fuerza de gravedad. Campaba a sus anchas agrupado en apretujadas vedejas que parecían ponerse de acuerdo para tentar la risa y espolear fáciles coñas que, a su vez, provocaban la largueza ofensiva de unas estentóreas carcajadas.
Hasta el notario de Pastriz, persona eternamente seria y estirada, jamás de los jamases había podido aguantar la presencia de Francisco Ligero Cánovas. Y en todas sus coincidencias, tenía que forzarse desesperadamente a apretar el alborozo que se le venía al bezo. O, soltar una risa, estrepitosa las más de las veces, que tintineaba de manera parecida a la exasperante y continuada hilaridad innata en las hienas sin venir a cuento. Lo cierto es que jamás, nadie, le había podido arrancar aquellos sonidos que, por desentrenados e inéditos, no hacían sino provocar hilaridad y abundante extrañeza.
He de explicar que todos estos detalles no hubieran sido dibujados en estas líneas si la personalidad de Pichorras se hubiera mantenido en los límites de la normalidad. O simplemente que alguna de sus problemáticas actuaciones hubiese estado reforzada por cierta dosis de lógica, raciocinio o de exiguo conocimiento.