Pintas menos que Pichorras en Madrid (2)

Despedazamiento físico de Pichorras. Capítulo I

No había necesidad de mirarlo dos veces para percibir en su plenitud aquel rostro tan atípico, más cercano al de un aguilucho demacrado que al de una persona normal y corriente.

En su cara, todos los huesos pugnaban por hacerse notar, y algunos lo conseguían, aunque el que con mayor abundancia lograba sobresalir tanto en su largueza como en su indomable abultamiento era el apéndice nasal: ¡una prominente nariz propiamente quevedesca! Parecía encajada en un abullonado hueso frontal, cayendo en cascada sinuosa y esperpéntica hacia donde la escasa y rugosa piel le había dejado el hueco justo para que acabara de instalarse. Apuntaba y servía de sombrajo a un escaso bigotillo que rara vez conseguía mostrarse en su plenitud debido a la inmensidad montañosa que discurría por encima de él. Y la pretendida timidez del mostachillo todavía hacía que se acurrucara entre aquellas dos enormes cavernas oscuras y pobladas de un pelaje tan frondoso y abundante que, con solo observarlo, causaba temor, pánico, terror a estar frente a ellas cuando ejercitara una respiración profunda o rompiera con un estornudo descontrolado.

Cualquier otra pieza de aquel increíble rostro, estaba deseosa de adquirir el mismo

protagonismo que su aditamento nasal. Y aunque nada, por sí mismo, se atrevía a plantarle cara, lejos de conseguir adornar aquel imposible, ni dulcificar un ápice la expresión en sí, una preponderancia de vileza continuó apoderándose de semejante amasijo completamente indescriptible. Las orejas, por ejemplo, eran dos soplillos casi transparentes y desvaídos que colgaban cual ahorcadas a ambos lados de la cabeza dando la impresión de fardachos o “ligarcios temblorosos”. De ambas maneras vino a denominarlos la señora Jacinta, enemiga ancestral del que tantas y definidas desgracias portaba en el rostro.

—Yo de ligarcios —soltaba la viuda en cuanto tenía a cuatro palmeros empalagosos cerca—, entiendo un montón, que para algo soy viuda cuádruple. Tengo que confesar que conseguir, sin apoyo de la suerte, que cuatro maridos estén criando malvas, con lo joven que soy, es para que nadie ponga en duda mi experiencia en ligarcios arracimados, trémulos, palpitantes y de unas hechuras absolutamente complejas.

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